Carta de Omar Torrijos al senador Edward Kennedy

Panamá, 7 de mayo de 1970.

Mi estimado Senador Kennedy:

He leído la conferencia que usted pronunció en la “Cátedra Anual Mansfield”, en la Universidad de Montana. Aunque hay ciertas equivocaciones en sus planteamientos con respecto a la América Latina, se advierte que no hay maldad en ellas, precisamente por ser usted un hombre de gran sentido de la honestidad.

Vengo siguiendo con interés su trayectoria de luchas políticas y sociales; y, por eso, creo oportuno referirme a que usted inconscientemente incurre en el error generalizado de los políticos norteamericanos, de clasificar a los gobiernos de Latinoamérica por su origen, y no por su intención. En América Latina, los procesos electorales, Senador Kennedy, en su gran mayoría no han sido más que sucesos episódicos que actualizan tiempos romanos de pan y circo, con la diferencia que estos sucesos han sido fuertes en circo y débiles en pan.

Pero creo en la jerarquía de su apellido. Sé que usted está creyendo honestamente que en nuestros países se consulta a los pueblos cuando se va a efectuar la sucesión de Presidentes y que estas elecciones realmente representan el querer de la mayoría. En esto quisiera darle mi opinión. Es la opinión de un hombre con profundo cariño a su patria y que admite, a los 41 años, que mientras fue instrumento de la clase gobernante, tuvo muchas veces que contribuir a preparar la escena del espectáculo de circo en Panamá, donde se efectuaban las elecciones, a través de las cuales un gobierno sucedía “democráticamente” a otro, por la fuerza del voto popular. Quisiera ponerle como ejemplo lo que sucedía en nuestra patria, por tratarse de un caso que puede darnos la medida de lo que ocurre aún en muchos países de América Latina.

El gobierno era un matrimonio entre fuerzas armadas, oligarquía y malos curas, y como los matrimonios eclesiásticos no admiten divorcio, aquella trilogía de antipatriotas parecía indisoluble. El oligarca explotaba los sentimientos de vanidad y lucro de ciertos militares, incluyéndolos en sus círculos sociales, e incluyéndolos también en las participaciones de sus empresas. El militar prestaba su fusil para silenciar al pueblo y no permitir que la clase gobernante fuera “irrespetada” por la chusma frenética, como llamaban al pueblo, y los malos apóstoles de la Iglesia bendecían este matrimonio, para sentarse a la mesa como invitados y poder disfrutar de los beneficios del poder.

Desde que salí de la Academia como Segundo Teniente, a los 22 años, fui demasiado utilizado para comandar pelotones de fusileros que estaban prestos a silenciar estudiantes, obreros y campesinos. En más de una ocasión, se me despidió, antes de salir para el escenario de los disturbios, con las siguientes expresiones:

“Aplasta a esos subversivos, que pretenden desquiciar la economía no pagando el alquiler de sus casas.”

“Extermina a esos huelguistas, Torrijos, a quienes hemos hecho el favor de dar un trabajo y ahora vienen con las exigencias de un aumento de salario; después que les hicimos tal favor y les dimos de comer, hasta techo quieren para sus hijos.”

“Estudiantes estúpidos, ¿cómo se les ocurre bloquear las calles e incendiar vehículos, sólo porque les faltan unos profesores? En nuestros tiempos, cuando mirábamos mal al director, nos expulsaban.”

Fui creciendo, cronológica, mental y jerárquicamente, llegando a ocupar posiciones de alto relieve en el engranaje de las Fuerzas Armadas. Siendo jefe militar en una zona de grandes desigualdades sociales y económicas, recibí la siguiente orden de parte de uno de los altos oficiales que me comandaban y que posiblemente hablaba por teléfono desde la mesa de accionistas a la cual me referí antes, invitado por la oligarquía:
“Dígale a los campesinos que encierren sus parcelas, que el ganadero, por falta de pastos, tendrá que soltar su ganado.”

No recuerdo, hasta hoy, un solo incidente, en los tiempos en que comandaba tropas especializadas en orden público, en que la razón no estuviera de parte del grupo hacia donde apuntaban nuestras bayonetas.

Cuando era Capitán, sofoqué un levantamiento guerrillero dirigido por jóvenes estudiantes y orientado por una causa justa. Fui herido. El más herido de mi grupo y también el más convencido de que esos jóvenes guerrilleros caídos no representaban ni el cadáver ni el entierro de las causas de descontento que los había llevado a protestar mediante una insurrección armada. Pensé también, al leer su proclama, que, de no haber tenido el uniforme, yo hubiera compartido sus trincheras. Aquí fue donde surgió mi determinación de que, si algún día podía orientar la suerte de nuestras Fuerzas Armadas, la matrimoniaría en segundas nupcias con los mejores intereses de la patria.

La Alianza para el Progreso no ha fracasado, mi respetado Senador. Solamente fracasó el haber creído que cambios tan fundamentales y tan explosivos de liberación humana, como los que se proponían, podían realizarse dentro de los esqueletos políticos corrompidos como los existentes.

La semilla regada en Punta del Este por John F. Kennedy (q.e.p.d.) ha visto sus frutos al crear una nueva generación de hombres jóvenes, profesionales bien preparados, bien intencionados, que hablan, sienten y viven el lenguaje del desarrollo y que poco a poco están ocupando las posiciones claves de las decisiones políticas de los países de América Latina. Yo me considero, Senador, un producto de esa cosecha. En nuestro caso, fue necesario que esos grupos profesionales se uniesen a la única fuerza lo suficientemente grande que existe en nuestro país, la fuerza militar, para que en un matrimonio de poder, idealismo, buena voluntad y determinación, se pudiesen ejecutar las transformaciones que ha demandado la Alianza para el Progreso.

Por haber estado presente muy cerca de los escenarios erigidos por el clamor popular para buscar cambios violentos, soy un militar convencido de los cambios pacíficos, promoviendo el reemplazo de las viejas estructuras, tal vez no por valiente, sino por el temor casi cobarde que le tengo a las transformaciones violentas.

El caso de Panamá, en que la única fuerza organizada que quedaba, la fuerza militar, resolvió romper moldes y reestructurar el país, no es de extrañarse que suceda en otros países de América Latina. Los últimos procesos electorales del escenario latinoamericano constituyen el mejor indicador de que estamos al borde de cambios profundos. Octogenarios ex presidentes siguen regateándose el derecho de dirigir nuevamente a sus pueblos; pueblos que, por ser jóvenes, no resisten ser conducidos por abuelos.

Localíceme usted, Senador Kennedy, los últimos casos en que un ex presidente en América Latina haya salido pobre del poder, y dígame si tiene explicación en su conciencia ciudadana, que en estos “democráticos” procesos electorales a que usted se refiere, amanezca el candidato de la oposición detenido y la ciudad sitiada por la ley marcial. ¿Qué computador, por más exacto que sea, justifica la entrega de credenciales a un senador contendiente de la oposición? Dése una vuelta por Panamá, lo invito a que nos visite, a que nos conozca de cerca. Usted será bienvenido a este lugar, donde se le admira y se le respeta. Después de esta inspección, usted se convertirá en el más grande admirador de nuestra “dictadura” contra las injusticias.

Nuestro ejército ha sido organizado bajo la convicción de que no tendrá nunca que enfrentarse a una invasión de fuerzas extranjeras. No tenemos aviones a reacción de gran alcance, ni bombas de gran poder explosivo. Vivimos convencidos de que la guerra llegó alrededor de los puestos de mando de nuestras Fuerzas Armadas. Lo vemos todos los días, cuando observamos los suburbios donde viven nuestros pueblos, los parques llenos de desempleados y las madres en pos de techo y sustento para sus hijos. Esto nos ha hecho reafirmar nuestro convencimiento de que esta guerra tiene que ser otra, acabar con las causas que propiciaron este estado de cosas en una nación, que por sus recursos no merece esta suerte. Si todavía hay niños de mi patria que no asisten a la escuela, como verá en la fotografía que le envío, es porque esa democrática sucesión de gobiernos constitucionales, determinados por “elecciones puras” de deshonestidad y cohecho, crearon esa situación.

No crea, mi respetado Senador, que todos los militares somos tiranos, porque hay militares en América que, si practicamos la “tiranía”, es precisamente para acabar con las injusticias contra las cuales cayeron peleando sus hermanos. Nada sería más placentero para mí que conocer personalmente al más joven de los Kennedy.

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