La Ciudad en el cambio de épocas

Guillermo Castro H.

Toda crisis altera la normalidad que la genera, y conduce a una distinta, correspondiene a las circunstancias que esas alteraciones producen. De este modo, la historia de toda civilización es la de sus crisis, una de las cuales eventualmente desemboca en una  normalidad nueva. Cuando eso ocurre, podemos decir que las crisis anteriores expresaron las contradicciones correspondientes al desarrollo de la vieja civilización, pero la última conduce a la transición a una civilización nueva.[1]

Así, toda gran crisis de escala mundial plantea la incógnita de su carácter y su alcance. En esta perspectiva, Carlos Marx ofreció hace ya 162 años un intrigante marco de referencia para este tipo de discusión. “Ninguna formación social”, dijo,

desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues, bien miradas las cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización.[2]

       Como vemos, el debate debe incorporar como un elemento de primera importancia el papel de la innovación tecnológica en el cambio histórico. Aquí, por ejemplo, cabría decir que la transición de la Edad Media a la Moderna culminó con el dominio del vapor como fuente de energía. Esto, como sabemos, permitió mecanizar la producción mediante una fuente de energía móvil que – a diferencia de la hidráulica y los vientos – podía ser desplazada allí dónde – y cuando – fuera necesaria.

       Dentro de la nueva normalidad creada por la formación del primer y único mercado mundial en la historia de nuestra especie, ocurrieron posteriormente dos innovaciones tecnológicas de gran importancia. Una fue la incorporación de la electricidad a la producción, que permitió masificarla, de fines del siglo XIX en adelante. La otra fue la automatización, hecha posible por el desarrollo de la informática, que elevó la productividad del trabajo industrial a niveles sin precedentes en la historia de los humanos.

       El aporte mayor de la informática, en todo caso, consistió en abrir paso al desarrollo de Internet, que permitió desarrollar formas inéditas de organización del trabajo y de la vida social a una escala que generó una nueva transición civilizatoria. El término globalización designa a ese proceso, que aún está en curso y va definiendo múltiples destinos posibles, alguno de los cuales terminará por predominar a mediados de este siglo.

       Uno de esos destinos en construcción, por ejemplo, se expresa en la creciente autonomía financiera y política de las grandes corporaciones transnacionales, en particular aquellas más directamente vinculadas a la venta de servicios tecnológicos en materia de información y comunicaciones. Al respecto, el economista argentino Alfredo Zaiat nos dice que hoy se constata que las grandes corporaciones transnacionales han alcanzado una posición dominante, en la que cuentan con recursos suficientes para trascender las formas tradicionales de control de la actividad productiva por el Estado.[3] Ante este cambio en curso, agrega, la revista conservadora The Economist ha expresado la necesidad de preservar el papel rector del Estado sobre la vda social y económica, “pese a la expansión de las corporaciones globales, en especial las vinculadas al negocio digital.”

El hecho es que algo está cambiando “en el marco analítico, por lo menos en la voluntad de reflexionar sobre la dinámica de la economía en la fase de la globalización pospandemia.” Así, añade Zaiat, un reciente documento del Fondo Monetario Internacional revela que “empresas cada vez más grandes y poderosas” disponen de “un colchón de efectivo tan grande que pueden decidir inversiones y otros proyectos sin preocuparse por la facilidad con la que podrían acceder a otras fuentes de financiación”, mientras “las empresas que enfrentan mayores restricciones crediticias, como pymes o firmas con un margen de rentabilidad reducido, quedan condicionadas por la política monetaria.”

Ante este panorama, el economista griego Yanis Varoufakis señala en un artículo reciente que, si bien las anteriores transformaciones radicales tuvieron repercusiones trascendentales (la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Gran Recesión y el Largo Estancamiento posterior a 2009), “no alteraron la característica principal del capitalismo: un sistema impulsado por ganancias privadas y rentas extraídas a través de algún mercado.” Ahora, sin embargo, “la extracción de valor se ha alejado cada vez más de los mercados y se ha trasladado a plataformas digitales, como Facebook y Amazon, que ya no operan sólo como empresas oligopólicas, sino más bien como feudos.” [4]

Al respecto, añade Varoufakis, “las plataformas digitales han reemplazado a los mercados como el lugar de extracción de riqueza privada”, y por primera vez en la historia “casi todo el mundo produce gratuitamente el capital social de las grandes corporaciones. Eso es lo que significa cargar cosas en Facebook o moverse mientras se está vinculado a Google Maps.” De este modo, aun cuando “las relaciones capitalistas permanecen intactas […] las relaciones tecno-feudalistas han comenzado a superarlas”.  Al respecto, dice el autor, el capitalismo no termina

con un estallido revolucionario, sino con un gemido evolutivo. Así como desplazó al feudalismo de forma gradual, subrepticia, hasta que un día la mayor parte de las relaciones humanas se basaron en el mercado y el feudalismo fue barrido, el capitalismo de hoy está siendo derrocado por un nuevo modo económico: el tecno-feudalismo.

       El decursar de la crisis en los años por venir hará evidente lo bien o mal encaminado de este razonamiento. Para la Ciudad, conviene recordar la observación del historiador inglés Christopher Wickham – cuya obra mayor, por cierto, está dedicada a la transición de la Antigüedad a la Edad Media: “el desarrollo histórico no va a ninguna parte, sino que, al contrario, procede de algún sitio.”[5]

       Vivimos tiempos de innovación, que estimulan el cambio social. Nuestro futuro no está escrito: lo escribimos nosotros, todos. Este es el mejor camino para encarar el clima de incertidumbre propio de toda crisis. Este es el camino de la Ciudad en el cambio de épocas que nos ha tocado vivir.

Ciudad del Saber, Panamá, 30 de julio de 2017

Guillermo Castro H.

Asesor Ejecutivo

Fundación Ciudad del Saber

Skype: guillermo.castro.h

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